Los recuerdos que tengo de mi vida de corista son como trocitos de tela de distintas texturas y estampados, y no sé por qué, pero mi memoria me lleva hacia ellos cada vez más a menudo y me pongo a revisarlos, a hurgar en ellos, a recordar aquello…
Me traslada a la Nevski de los 90 y voy al Palacio de los Pioneros que en aquella época ya paso a llamarse Palacio de los Jóvenes Creativos, o algo así. Ocupa el palacio Aníchkov construido en 1754 cuyas fachadas salen a la Nevski y al malecón del Fontanka.
Pero no es el edificio antiguo en el que voy a entrar, sino el otro edificio, construido un siglo más tarde, al que se llega por el patio.
Entro, dejo el abrigo en el guardarropa y subo a la segunda planta, y luego atravieso varios pasillos estrechos y poco iluminados cuyo suelo está cubierto por un linóleo de un color sin nombre. Esos pasillos me llevan al aula en el que se reúne el coro.
Tengo delante una sala grande y luminosa cubierta de parqué de color muy claro que le da aún más luz. En el medio está colocado un piano de cola negro y brillante, y en la pared opuesta están las tarimas corales con unas filas de sillas blancas encima de ellas. Las tarimas que tienen unos siete escalones llegan hasta la ventana que es enorme y tiene una forma redonda, y cuyo cristal está dividido en segmentos. El techo está muy alto y justo debajo de él hay una galería a la que apenas sube nadie. Tiene que ser interesante ver y escuchar un ensayo del coro desde allí, pero la entrada a aquel balcón a nosotros, los coristas, nos era prohibida.
Sigo avanzando por la sala y oigo el parqué crujir bajo mis pies. Me siento en una de las sillas de la segunda fila, en el centro, donde se sientan los sopranos. Allí estaba mi sitio.
No recuerdo a qué edad entré en el coro, pero creo que fue con diez años porque no me inscribieron en el coro infantil, sino en el del medio después del cual había otro, el más serio, el de verdad, el sueño de todas nosotras que teníamos envidia a las chicas mayores que ya cantaban en él.
Para entrar en el coro “Smena” (así se llamaba el coro intermedio, y significa algo como “el cambio” o "el relevo") había que cantar una frase de la canción soviética muy conocida “Mi tierra patria”:
- Край родной, навек любимый, где найдёшь ещё такой…
Tatiana Pávlovna, la profesora, o sea la directora del coro, estaba sentada en el piano y nosotras, todas niñas, estábamos puestas en una cola esperando nuestro turno para cantar aquello de la mejor manera y lo más alto posible. Si te aprobaban, se te otorgaba un sitio en los sopranos o en los contraltos, que se dividían en dos grupos cada uno. Sopranos primeros y segundos, contraltos primeros y segundos.
El coro “Smena” tenía ensayos dos veces por semana, los miércoles y los sábados. Las clases empezaban a las cinco de la tarde y duraban dos horas con un pequeño descanso en el medio. Al empezar la primera hora Tatiana Pávlovna ocupaba su lugar frente al piano, mientras que el pianista acompañante, un hombre barbudo y taciturno, ocupaba el suyo para esperar unos diez minutos más.
Nos levantábamos de nuestras sillas y alguna niña de las más espabiladas y lanzadas, una típica líder del grupo a la que todas teníamos respeto, exclamaba:
- Три – шестнадцать!
Y el coro la seguía con un saludo:
- Всем, всем добрый вечер!
Luego empezaban los ejercicios de siempre, aquellos que sirven para preparar las cuerdas vocales, y si alguien llegaba tarde a clase, se quedaba en la puerta esperando a que aquella parte de la clase terminara. Era la ley número uno del coro. Sólo después, cuando Tatiana Pávlovna se ponía a repartir las partituras, pasaban y se sentaban. Nunca nadie se permitía atravesar la sala en un momento inadecuado.
Tatiana Pávlovna era una profesora con mucho talento. Una directora del coro con mucha experiencia, siempre inspirada, enérgica, una verdadera conocedora de la psicología del adolescente, nos tenía concentradas cien por cien en el ensayo desde el primer hasta el último minuto. La adorábamos, le teníamos un enorme respeto, la queríamos. Yo tenía unos once o doce años, estaba pasando por una época de fragilidad e inseguridad absolutas, pero ya sabía darme cuenta de lo profesional que era ella. Y tanto respeto le tenía que cada vez que tenía que hablar con ella a solas, me entraba un miedo y un nerviosismo terribles. Apenas podía aguantar su mirada, a pesar de que me trataba bien y me hizo solista más de una vez. (Entre unas cien alumnas del coro sólo había unas diez que fueron solistas).
Por aquel entonces Tatiana Pávlovna tenía ya más de cincuenta años y se maquillaba de una manera muy poco atractiva. Sí la veías de lejos, podías pensar que tenía unos ojos grandes y expresivos, pero de cerca podías darte cuenta de que en realidad eran unos ojillos diminutos que apenas tenían color, pero los párpados estaban remarcados con unas líneas negras gruesas, hechas sin mucho esmero con un lápiz.
Recuerdo las fotocopias viejas de las partituras, todas rotas y pegadas con celo. Las más usadas estaban tan desgastadas y tan finas que parecía que se iban a deshacer en las manos. Las partituras había que aprender a leerlas, y a nadie le importaba si conocías el lenguaje musical, es decir, el solfeo, o no. Lo ibas aprendiendo porque te lo exigían.
Cantábamos en ruso, en latín y hubo una vez que tuvimos que cantar en italiano… no sé qué italiano era ese.
Cuando cumplí trece años, me trasladaron al coro de mayores. Así se llamaba, el «старший хор», o también el “coro de conciertos”, el «концертный хор». Allí cantaban chicas de 13 a 16 años y no eran cien, sino bastantes más. Era un coro enorme, en cierto sentido profesional. Con él trabajaban otros profesores, y las obras eran más complicadas, más serias. Pero de él hablaré en la segunda parte.
La_profe.